Aporreaba las teclas del piano arrancando notas discordes. Escuchaba un silencio acorde con sus pensamientos. Los pies hundidos en los pedales no conseguían moverse. Un profundo dolor le ahogó oprimiéndole hasta que un estertor salto por los aires dejando al público en un hueco oscuro e impreciso.
Saltó sobre el patio de butacas y cogió el camino del pasillo central corriendo como alma que lleva el diablo.
El mundo se paró a su paso.
Las puertas no tenían traba. Al poco tiempo se vio en medio de una calle mojada por una lluvia que caía en demasía. Las gentes guarecidas bajo los soportales improvisados veían atónitas una figura que atravesaba empujada por un impulso inesperado.
Todo quieto a su paso. Veía la escena multiplicada como si de un calidoscopio se tratara. Paraguas, muchos plegados goteando y derramando agua.
Pisaba charcos que aunque le mojaban en nada reparaba.
Los coches que a su paso se cruzaban frenaban en un chirrido producido por un suelo inundado de aquel manantial improvisado.
Llegó al límite que el mar le marcaba y ante él de inmediato quedó parado frotándose las manos insistentemente.
Su alma quebrada lloraba.
Ella le llamaba. La sirena desde el otro lado del mar reclamaba su prenda dorada.
Se había llegado a enamorar. Apenas hacía unos días que escuchaba esas letras que ella escribía y ahora sólo quería estar ante ellas. Nada más, sólo ese palpitar.
Abandonó su vida. Se dejó llevar. Internándose en el agua se metió en el mar que a ella le iba a llevar.
Sobre las aguas caminaba como si nada se opusiera a su paso.
El mundo vio y no pudo explicarse que alguien que lo tenía todo dejara un reguero de sangre y lágrimas.
A la mañana siguiente se leyó en los distintos canales.
Ella miró su pantalla y un escalofrío recorrió su espalda.
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