27 oct 2008

Había anochecido

Aquella tarde se prometía gris. Arrastró su bolso hasta aquella silla de mimbre, de una terraza, que permitía ver a quienes pasaban, sin llamar demasiado su atención.
Dado que era su rincón, nadie le había tomado la delantera.
El camarero, solícito, se acercó, sabiendo de antemano qué era lo que iba a tomar, pero formuló con parsimonia su pregunta, como si de un ritual milenario se tratara.
Volvió con ese café con leche, bien calentito, y olvidó, adrede, la sacarina que ella le reclamaría mirándole. Esa mirada era la que cada día esperaba. Sobre sus gafas enfocaba hacía él unos ojos oscuros de un color impreciso.
Se mantenía impertérrito, disimulando la turbación que le producía en todo momento.
Hubiera deseado dejar a un lado la bandeja abollada, de metal, y sentarse cogiéndola de las manos, derramando todas aquellas frases acalladas a lo largo de aquellos meses.
Miró el reloj del interior y pensó que eran las cuatro de la tarde. Siempre a la misma hora. Era una mujer de costumbres. Sola. Nunca acompañada, nunca una llamada, nunca…
Cuando ella marchara recorrería sus pasos hasta que se la tragara la escalera del metro que se encontraba a cuatro pasos de ese rincón, en el que él pasaba largas horas ante no miradas y exigencias inhumanas.
Solamente ella correspondía con esa mirada. Dulce para su alma.
Marga, al introducirse en la cueva oscura que le aproximaba a los andenes de luz blanquecina, recordaría cada gesto contendido.
-Un día de estos le miro de frente y le hablo- pensaba para sus adentros.
Volvería a casa con ese mariposeo en el alma.
Aunque el cielo estaba encapotado y seguramente caerían algunas gotas cuando intentara terminar su camino de regreso a sus cuatro paredes, ese encuentro hacía que los colores retornaran.
Depositó el bolso sobre una silla que tenía ante un escritorio cerrado y se dirigió a la cocina para prepararse un tente en pie. Mientras repetía sus movimientos habituales su rostro dibujó una sonrisa que apenas podía apreciarse.
Era un hombre rubio el que volvía a su recuerdo. Tantos días de encuentro y ni siquiera recordaba el color de sus ojos. Sus manos era lo que recordaba y eso le hizo estremecer.
Pensaba en lo que supondría dejarse tocar por esos dedos largos y finos.
El pulso se le aceleraba por momentos.
Hacía tiempo que él estaba con ella en sus fantasías.
Pensaba que podía ser que descubriera en su gesto ese deseo. Eso le avergonzaba. Nunca hubiera sido capaz de mirarle directamente a los ojos, por eso desconocía que color tenían.
-Mañana me fijaré- pensó, decidida. –Le entretendré con algún imprevisto. Él suele adelantarse a todo lo que deseo, pero mañana lo confundiré.- Así pensaba, mientras maquinaba la manera de hacerle entrar en el enredo.
Llevándose el dedo medio a la boca empezó a juguetear con su lengua. Olvidó el hambre que le había llevado a preparar en un plato unas rebanaditas de pan tostado y unos trocitos de queso, olvidó lo que la retenía en el quicio de la puerta, olvidó que lo que realmente estaba haciendo era recorrer los perfiles de su cuerpo con sus dedos, sintiendo que eran los de él. Así permaneció buen rato. Cuando volvió de ese viaje mágico advirtió que apenas se distinguían los cuerpos en su entorno, había anochecido.

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